Si a alguno de ustedes se le ocurriera aterrizar estos días por la capital de España apenas notaría que la ciudad (Madrid no es ciudad: es Villa y Corte) está en fiestas.
Apenas notará que los bancos cierran más pronto, que el día 15 es festivo y, otros años más que este, que se celebra lo que se suele llamar «isidrada», sucesión de veintitantos festejos taurinos en la plaza de toros de Las Ventas. La verdad es que, sea por el poco atractivo de los carteles (según los aficionados) o porque los toros ya no son lo que eran, nadie habla de ellos este año.
A lo mejor usted, que llega a Madrid, ha oído hablar de este ciclo taurino y tiene interés en probar la carne del toro de lidia. No le será fácil; tampoco es que resulte demasiado complicado.
Es cuestión de paciencia, ya que un restaurante próximo a la plaza de toros goza del monopolio de las carnes de los astados lidiados en Las Ventas y en otras muchas plazas. Dedicándose, como se dedica, a la carne de toro, lo más normal del mundo es que se llame «Casa Toribio».
Pero no consta en ningún sitio que san Isidro fuese matador de toros, ni siquiera picador, y sí labrador.
Se le atribuyen varios milagros; el más conocido que cuando dejaba de trabajar para ponerse a rezar sus bueyes araban solos, como comprobó un día su empleador, desconfiado por los informes que le daban de que Isidro dedicaba su tiempo a cualquier cosa menos a arar. El patrón llegó, Isidro estaba, cómo no, en éxtasis, y los bueyes araban sin que nadie guiase el arado.
Todavía quedan algunos madrileños nostálgicos que el día de san Isidro van a la pradera de ese nombre, a beber el agua de la fuente del santo y pasar un día de jira (así, con jota) en otro tiempo campestre vestidos de manolos y de chulapas, con música de chotis en el fondo.
En fin, la cosa era que en la pradera de san Isidro la gente se preparaba unas ensaladas que se han hecho tradicionales. Nada más lógico, en primavera. Tengo yo por casa una receta, de 1905, de la «ensalada san Isidro», que su autor comienza en verso: «con una ensaladera / dirígete, lector, a la pradera».
La receta es la de una ensalada más, con alguna metedura de pata de tamaño natural. Dice que, navaja en mano, se deshojen y piquen finamente lechugas y escarolas, junto con unas cebollitas nuevas «también conocidas con el nombre de puerros». Una de dos: o el autor no vio en su vida un puerro o jamás tuvo delante una cebolla nueva.
Una vez bien lavado todo, se mezcla con rajas de huevo cocido y pepinos, alcaparras, aceitunas deshuesadas, aceite, vinagre, sal, alguna mostaza (eso, en la pradera, me temo yo que no) y atún en escabeche dividido en trozos.
Y ya está. Para beber recomienda la manzanilla de Sanlúcar de Barrameda. El autor señala que esta ensalada es más merienda que comida, y que estará rodeada de toques de pito y bailes, con postre de rosquillas ‘tontas’ y ‘listas’. Y. como dice la zarzuela, ya saben: «y cuando nos cansemos / los cuatro de bailar / en amor y compaña / nos vamos a cenar».
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