Lecturas sabrosas

El Señor de los Aliños y la comunidad de los sabores venezolanos

Hay distintas formas de entender y conocer un país. Una de ellas es a través de sus sabores. Sin embargo, si no hay registros que den fe de su origen y sus formas de preparaciones, nos costará comprender muchas cosas. En Venezuela, si quieres entender por qué somos tan particulares, es menester leer los libros de Miro Popić quien a través de sus lecturas sabrosas, nos hace querer cada día más esta deliciosa tierra y este año lo hace con El Señor de los aliños

Fotos: archivo BIENMESABE
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El periodista Miro Popić tiene la particular habilidad de mantener un equilibrio admirable en sus textos. Cada investigación está bien sustentada, la bibliografía es amplia y variada. Por otro lado, agrega comentarios propios que mantienen siempre un respeto hacia el lector, sin necesariamente tener que complacerlo pero sí hacerlo sonreír con anécdotas que forman parte de nuestra historia.

Comer en Venezuela, El pastel que somos y El Señor de los aliños son una trilogía. «Los tres mosqueteros eran tres pero había un cuarto» y aclara que al principio era un solo libro pero iba a ser tan largo que la gente no lo iba a leer e iba a ser sumamente largo. Por ello, lo dividió en tres. De hecho aclara que el año que viene tiene una cuarta entrega.

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Miro, quien también es cocinero y el responsable de este oficio en su casa, comparte que en esta entrega era menester resaltar el sabor de las abuelas, porque son ellas quienes hasta hace poco eran quienes cocinaban en casa y enseñaban a comer las nuevas generaciones.

«Soy de los que va hasta el fin del mundo a buscar el mejor producto. Con una buena calidad de producto puedes hacer una buena cocina».

Cocina mantuana no, comida mantuana sí

El periodista explica que en El pastel que somos, es más antropológico y explica cómo lo que comemos nos hace ser lo que somos y se plantea la incógnita: ¿Somos venezolanos porque comemos hallacas o comemos hallacas porque somos venezolanos?

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También en este libro aclara un término que se emplea de forma errada constantemente y cómo debe ser utilizado: «No existe la cocina mantuana porque no hay registro absoluto de ella. Además, los mantuanos no cocinaban. Ellos comían francés o a la europea y por eso reproducían las grandes preparaciones. Las mantuanas no cocinaban sino las indias o las esclavas africanas que trabajaban en sus casas.

Lo que sí se puede decir es que había comida mantuana como el pastel de polvorosa porque ni siquiera el asado forma parte de este registro.

¿Quién es el Señor de los aliños?

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Con el slogan: Una propuesta culinaria veraz y documentada para determinar la cocina venezolana del siglo XXI ante la inminente desaparición de las abuelas, Popić habla sobre la responsabilidad de la cocina en el siglo XXI que será de los profesionales y no del hogar y por eso hay que salvaguardar las recetas y preparaciones caseras.

Cada capítulo es literalmente una delicia. Cuando llegas a El Señor de los aliños, entiendes que es nuestro sofrito criollo con cebolla, tomate y pimentón que destaca, entre otras cosas, por la presencia del aceite (en algunos casos onotado) y el ají dulce.

Compartimos un extracto que amablemente Miro Popić compartió con nosotros para que tengas una idea de qué va, hacia donde apunta su rescate y te animes a conocer más sobre quiénes somos y hacia dónde vamos.

1 / UNA HISTORIA DE AMOR

lenaPocas creaciones de la cocina venezolana reúnen tantas condiciones de relación entre organismos de diferentes especies, biológica y culturalmente disímiles, como la cachapa de maíz tierno y el queso blanco fresco, tanto que podríamos hablar del matrimonio perfecto, cosa que no siempre ocurre en la vida real de los humanos, pero sí en los intrincados laberintos de los fogones populares de nuestra geografía. Una verdadera simbiosis gustativa surgida probablemente por azar, destinada a perdurar como baluarte de un encuentro que comenzó a gestarse hace más de quinientos años en los valles y colinas del occidente de Venezuela, resumida en una simple fórmula:

M + L = C

Una verdadera historia de amor a primera vista entre dos desconocidos milenarios que, juntos, dieron forma, contenido, ideología y substancia, a una nueva manera de alimentarse. La cachapa es el mejor ejemplo que ilustra, desde su sencillez y acierto, un proceso histórico social que, en materia alimentaria, comenzó por el enfrentamiento y la necesidad y culminó en la aceptación y la complementación. Porque eso es la cocina venezolana, una cocina de entendimiento.

La descripción de la cachapa que uno encuentra en los diccionarios especializados resulta insuficiente para comprender la magnitud de una preparación tan simple y elemental, asociada directamente al maíz, cereal madre de todas las cocinas americanas, transformada en condumio popular mediante un proceso de molturación de sus granos frescos, sometidos a la acción del fuego controlado a voluntad. Veamos.

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Referencias más evocadoras encontramos en nuestra literatura donde escritores como Mariano Picón Salas, por ejemplo, en Viaje al amanecer, habla de ellas como “torta o pastel hecho de maíz tierno… hijas del maíz más primaveral” y luego confiesa que “si me dieran para vivir aquella casita que hay en la Loma de la Virgen donde los arrendatarios que hubo antes dejaron un pilón, un horno y una piedra de moler para que queden sabrosas las cachapas, yo me casaría”. Luis Manuel Urbaneja Achelpohl, en uno de sus cuentos costumbristas, nos habla de Juana que se dio a rallar los jojotos: “Ante la piedra de moler Juana convertía en fina masa los blancos, tiernos y jugosos granos y al repasarla añadía pródiga la mantequilla danesa, el anís y el queso de Maracay, seco y compacto. Juana alzó las manos ante el budare … y abandonó sobre el barro que ardía la primera cachapa”. Para el tachirense Samuel Darío Maldonado, en Tierra nuestra, de 1919, dos meses al año “… cuando el maíz estaba de hacer cachapas, tiempo de abundancia y de regocijo”, era el mejor tiempo cuando tenían que desmontar para las rozas nuevas. Rómulo Gallegos, en Doña Bárbara, adelanta una criolla acepción de la palabra trasformada en verbo y nos aclara que “cachapear, o sea, hacer desaparecer el hierro original de una res para venderla como propia, era una de las habilidades mayores de Balbino Paiva”.

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¿Es sólo eso una cachapa? ¿Cuáles son sus valores de permanencia y significados? ¿Qué secretos se esconden en su proceso de transformación de materia prima vegetal en alimento digerible, nutritivo y disfrutable? ¿Por qué nos hace felices su consumo? ¿Por qué es tan popular en todos los rincones del país?

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Entender el maíz

Lo único que tenemos claro hasta ahora con estas definiciones es que 1) se trata de una preparación prehispánica denominada con una voz de origen chaima del oriente venezolano, 2) elaborada con el maíz tierno o jojoto y 3) cocinada sobre un budare.

La importancia del maíz en la dieta diaria prehispánica ha sido suficientemente estudiada y no es necesario reescribir lo abundantemente escrito sobre el tema. Tal vez la metáfora más importante se la debemos a la Premio Nobel Gabriela Mistral, en su Canción del maizal, donde dice: “las mazorcas del maíz/a niñitas se parecen:/en las cañas maternales/ bien prendidas que se mecen”. Cañas maternales que alimentaron y alimentan a todos los pueblos americanos.

La cachapa original fue sólo maíz tierno molido puesto sobre un budare caliente donde la dulzura provenía del propio grano. El maíz cuando está tierno, inmaduro, acumula más azúcar que almidón y desarrolla un sabor más complejo a medida que se tuesta. Es determinante entonces que sea lo más fresco posible. Con el tiempo se le incorporó sal a su preparación, elemento indispensable para fijar los sabores, y se le agregó leche para suavizar texturas, especialmente cuando el maíz fresco ya no lo era tanto, sino que se procesaba algunos días después de cosechado. Un poco de azúcar, o de papelón, compensaba el dulzor a gusto del comensal. Una idea culinaria simple pero de gran proyección destinada a perdurar en la memoria gustativa de los venezolanos.

Donde hay gente, hay maíz en Venezuela. Y donde hay maíz, hay cachapas. Es cocina de conuco, unidad de producción desde tiempos prehispánicos que dio de comer a conquistados y conquistadores, descrita por primera vez por Cey en 1545, cuando dice que “así llaman a sus siembras de maíz, yuca y otras cosas”. No existe rincón de nuestra geografía donde no se cultive maíz de manera artesanal y rutinaria, donde cada semana no se siembren nuevas semillas, donde no figure en la dieta diaria de los pobladores, especialmente de los más humildes, porque, para las grandes mayorías, sin maíz no hay comida. Si por todo el país se cocinan cachapas, no todas las cachapas pueden saber igual porque no todo maíz cultivado es el mismo, varía según la región y según la estación.

Personalmente, sigo prefiriendo las cachapas con maíz molido a mano o en molinillos que no pulverizan el grano, como se hacía en casa de mis padres. Recuerdo a mi madre preparando, no cachapas, sino un pastel de maíz hecho con jojotos tiernos recién molidos, donde el trabajo mayor era desgranar las mazorcas y luego triturar los granos pasándolos por un molinillo metálico, marca “Corona”, que se sujetaba a la mesa de la cocina con una rosca y luego se le daba vueltas a la manivela con el brazo, una y otra vez, infinitamente, hasta que lograba llenar la fuente de peltre donde caía la masa lechosa y olorosa que, una vez aderezada con leche, azúcar sal, se convertiría en un deliciosa masa esponjosa y suave de maíz al pasar por el horno. Cuando mi padre trajo a casa una batidora para facilitarle a mi madre el trabajo en la cocina, de las primeras que llegaron al pueblo, intentó una o dos veces pasar los granos por la centrifuga pero no, no pudo, decidió quedarse con el viejo molinillo. No queda igual, decía, no es lo mismo. Desde entonces me gusta que el maíz molido conserve parte de su envoltorio natural, además de garantizarme que, en el caso de la cachapa, fue elaborada con maíz tierno y no con harinas preparadas para hacerlas rendidoras, enriquecidas con todo lo que le quitaron al grano con la molienda.

A fuego limpio

Hasta aquí la cachapa sigue siendo maíz tierno molido. Veamos ahora qué ocurre cuando esa masa es sometida al proceso transformador del fuego a través del budare, que alguna vez fue de tierra cocida, y hoy es una sólida plancha de metal puesta sobre un quemador alimentado generalmente con gas, electricidad o simplemente leña como se hace en las zonas rurales. Cey cuenta que los indígenas “sobre fuego tienen torteras de tierra, grandes como una rodela, que en las Indias llaman aripos o burenes”, que finalmente, por uso, quedó en budare, voz de origen taíno para designar una plancha circular de barro o hierro utilizada para cocer alimentos. En la isla de Margarita vi recientemente cocinar cachapas en un budare de arcilla colocado sobre tres topias, donde la masa no entra en contacto con la superficie sino que se coloca sobre una hoja de plátano extendida, la cocción es un poco más lenta pero completa y no requiere de materia grasa para evitar que se pegue, tal como lo recomendaba José Antonio Díaz, en 1861, en el primer recetario de cocina campestre venezolana: “para tenderla en el budare es necesario poner la masa en una hoja de los mismos plátanos para que no se peguen y puedan voltearse”.

El budare de hoy es metálico. En el hogar, es de hierro colado y tiene forma circular. En establecimientos comerciales, es una plancha de acero inoxidable de tamaño superior, rectangular. Se trata de un trozo de metal plano y caliente cuyo secreto está en que distribuya la energía de manera uniforme. La plancha es ideal para cocinar preparaciones planas y finas a una velocidad rápida. Siempre es necesario, para que los alimentos no se peguen y tengan una cocción uniforme, colocar una materia grasa (mantequilla, margarina o aceite) a fin de que el metal caliente y lo que se está cocinando entren en contacto simultáneamente. Más que fuego intenso se requiere una temperatura media. Lo difícil es conseguir la cocción correcta sin quemar la superficie.

Por muchos años defendí y practiqué la tesis de que al cocinar a la plancha había que darle a todo una sola vuelta, mitad de cocción por un lado y luego por el otro. Pero parece que ya no es así. El secreto está en darle muchas vueltas sucesivamente a intervalos regulares para que se cocine parejo y más rápidamente. Lo descubrió el científico de la cocina Harold McGee y el método está debidamente explicado en Modernist Cuisine, el arte y la ciencia de la cocina, volumen 2, de Nathan Myhrvold, Chris Young y Maxime Bilet. Con una sola vuelta no se obtiene una cocción más uniforme y rápida, es preciso dar dos o más vueltas para lograr uniformidad y mientras más vueltas se le dé a la comida más rápido se hará. Funciona también con las cachapas donde, para evitar una cocción desigual, hay que establecer un equilibrio entre la temperatura de la superficie y la del interior de los alimentos que se cocinan. ¿Cómo se sabe cuándo está lista? Aquí, la experiencia y la mano, no tienen sustitutos, es cuestión de ensayo y error, hasta que se logra esa intuición que con sólo mirar uno sabe cuando retirar de la plancha y dejar reposar unos minutos antes de servir.

Es el momento en que el tratamiento térmico transforma los granos de maíz tierno molidos en un producto apetitoso al mejorar su textura, aroma y sabor, con el surgimiento de nuevas sustancias volátiles (unos 200 compuestos aromáticos) mediante una serie de reacciones complejas de caramelización, degradación, pigmentación, reacción de Maillard, etc.; cuando aparecen con toda su voluptuosidad el aroma característico que sintetiza sus componentes volátiles y la textura homogénea de sus partículas, que se convierten en una experiencia sensorial de sabores profundos y deliciosos, dulces, florales, sencillamente gratificante, donde se extrae lo máximo del grano, algo único, muy venezolano, resumida en una simple y humilde palabra: cachapa.

La cachapa no tiene código de barras, cada una es un mundo con vida propia, se hace día a día, una a una, donde intervienen tantas variables, desde el estado de ánimo del cocinero hasta el tipo de grano empleado en la mezcla, tiempo de cosecha e, incluso, la geografía donde se elabora que, aunque la receta sea igual para todas, todas saben diferentes. Se come con las manos, de pie, o con cubiertos, sentado. Mario Briceño Iragorry, en Alegría de la tierra, nos menciona que “sería un delito no recordar como excelente y deliciosa la manera de gustar el maíz, las sabrosas cachapas, y en especial, las que saben preparar, como manjar de los dioses, las cocineras de Guayana”. ¿Dónde se preparan las mejores cachapas en Venezuela? Obviamente en los estados productores de maíz y, la mayoría de las veces, a orilla de carretera o en una venta ambulante cercana a los mercados populares. En la alta cocina venezolana la cachapa pareciera ser demasiado elemental como para figurar en sus propuestas, aunque existen excepciones remarcables donde se busca más sutileza en la textura, cercana a una mousse, o bien intentando espumas siguiendo lineamientos de la cocina molecular.

Como alternativas ante la carencia de maíz tierno, por cuestiones de cosecha o desabastecimiento de jojotos, materia prima básica, la cachapa se puede trabajar con maíz desgranado congelado o enlatado, o bien con masa ya semielaborada a base de maíz amarillo enriquecida, mezcla de harina de maíz y hojuelas de maíz amarillo especialmente tratado, azúcar, harina de trigo, fibra, sal, emulsificante, aroma idéntico al natural de maíz, estabilizante, vitamina A, niacina, hierro, tiamina y riboflavina. El resultado nunca será igual, por más que simplifique la preparación.

Así como el ser humano está hecho para vivir en pareja, la cachapa no logra realizarse sino cuando se complementa con su acompañante natural que vino a su encuentro con las primeras vacas que pisaron Tierra Firme a comienzos del siglo XVI. Porque, en rigor, ¿qué sería de la cachapa sin el queso?

Blanco y radiante

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El primer alimento de nuestros indígenas, como el de todos nosotros, fue la tibia y dulce leche materna, y una vez superada la lactancia no hicieron mayor uso con la leche de otros mamíferos para su alimentación progresiva porque, sencillamente, no practicaban la domesticación animales con ese propósito, se conformaban con su carne de cacería. Mientras para los indoeuropeos la leche de vaca, de oveja o de cabra era indispensable desde hace unos 5 mil años, para los antiguos pobladores del territorio era algo inexistente, innecesario. Llegó con varios siglos de atraso, con el desembarco de las primeras cabezas de ganado bovino, ovino y caprino, y su rápida multiplicación por las sabanas y valles de la nueva geografía que los acogieron brindándoles pastos generosos y abundantes.

No sabemos quién ordeñó la primera vaca en Venezuela ni quien hizo el primer queso. Tiene que haber sido un europeo, posiblemente hispano, y sin duda religioso. Lo que sí sabemos es quién primero documentó la elaboración de queso en el país, porque lo hizo con sus propias manos, concretamente en tierras larenses, el comerciante florentino Galeotto Cey. Cey salió de Santo Domingo el 17 de diciembre de 1544 y llegó a Coro el 6 de enero del siguiente año, donde encontró “una ciudad de 10 casas de paja, distante 2 leguas del mar… (donde) los cristianos han llevado gran cantidad de ganado de las islas circunvecinas: vacas, caballos, asnos, cabras, ovejas, y con estas se contentan”. A principios de abril de 1545, Cey partió de Coro y se internó tierra adentro para “descubrir y poblar” junto con 80 hombres, 12 mujeres, más de 1.000 indios e indias de servicio, 60 yeguas, 150 caballos, 80 vacas, 200 ovejas, 50 cabras y ciertos pocos asnos y puercos. Luego de siete meses abriendo caminos, el 1 de noviembre de 1545, en la cercanías del río Tocuyo, establecieron la ciudad que dio inicio al poblamiento definitivo del territorio.

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¡Queso, requesón, natilla y cuajada, estos son los primeros quesos que se hicieron en Venezuela! Su importancia como producto alimentario vital para la sobrevivencia fue destacada desde los primeros años del poblamiento donde, en el Manual de Conquista, de Bernardo Vargas Machuca, de 1599, entre las recomendaciones de prevención de bastimentos, se establece que “llevarán tocino, queso, ajos y no olviden la sal, que es lo más importante”, también “llevarán vacas de leche y las que fueren vayan en una manada”, insistiendo expresamente que “llevarán sus toros para el multiplico y para que las vacas estén aquerenciadas, procurando que todas sean mansas y paridas”.

El queso no es más que la prolongación en vida de la leche, un logro de la observación y el ingenio que dio forma, conservación y transporte a un elemento líquido de rápida descomposición, asegurando alimento duradero y sustancioso para épocas de carencias y dificultades. El queso evolucionó a medida que su costumbre se fue adentrando en las tierras frías de Europa, donde en cada microclima evolucionó de manera diferente, dando origen a una multiplicidad de creaciones de características peculiares, desarrollando tipicidades propias de cada región, donde confluyen pastos, animales, tiempo y microbios.

Nuestra cocina prehispánica era ajena al uso de la leche y el queso, hasta la llegada de las primeras vacas, ovejas y cabras. Con el excedente del ordeño, la leche fue transformada en diversas versiones de quesos surgidas de la necesidad, donde el paisaje no intervenido y la inclemencia del trópico, los hizo jóvenes, blandos y frescos, y así se fueron asentando en el gusto colectivo de la sociedad en formación. Para madurar los quesos los europeos recurrían a las frías cavernas donde la temperatura y humedad, junto con las bacterias, el cuajo y la sal, hacían el trabajo de asentar la actividad de microbios y enzimas, generando un nuevo mundo de sabores y olores, que, luego de meses y a veces años, sabía mejor.

Ante la ausencia de temperaturas bajas y humedad controladas en las cálidas tierras venezolanas, los quesos se hacían para consumo inmediato, artesanalmente. La leche procedía de unos pocos animales domésticos y una vez cuajada, se prensaba para extraer el suero, se salaba, y se dejaba en reposo para que endureciera. Se consumía fresco en el mismo sitio de elaboración o sus alrededores cercanos. Eran, y son, quesos de vida corta, donde su principal atributo es que saben a leche fresca, con aromas animales y afrutados, buen equilibrio dulce, salado y ácido. La leche de ovejas y cabras sabe diferente a la de vaca debido a que tienen dos ácidos grasos de carbono distintos. Hasta no hace mucho tiempo se hicieron siempre con leche cruda, pero desde que se exige el uso de leche pasteurizada, el aroma es algo diferente, con notas de vainilla y almendras.

Los quesos, todos los quesos, comparten una serie de elementos comunes que los unifican, como la leche, la coagulación, el suero, el moldeado o forma, la salazón y la fermentación. Igualmente hay factores de diferenciación que los hacen únicos. La procedencia de la leche, no sólo del tipo de animal (vaca, oveja, cabra, búfala), sino la raza que produce leche de diferente composición química. El ecosistema en que se desenvuelve y la manera de alimentarse. Los ingredientes y aditivos que se le incorporan en su proceso de elaboración con sus respectivas técnicas. Los microorganismos lácticos. La maduración. Luego están los factores culturales donde la tradición, la historia, la técnica y la inventiva humana determinan el estilo, forma y presentación de cada queso.

¿Dónde entran los quesos venezolanos más distintivos, como el queso de mano o el telita, todos de producción artesanal? Por siglos los quesos en Venezuela se hicieron con leche cruda, conservando todas sus propiedades, incluidos bacterias y microbios, por lo que tienen que haber sido superiores y más intensos en todo sentido que los actuales, elaborados, por ley, con leche pasteurizada, considerada una materia prima casi estéril, pero que funciona perfectamente para los quesos frescos sin maduración.

Al margen de los quesos industriales elaborados en grandes cantidades siguiendo normas establecidas por el fabricante, la mayoría de los quesos venezolanos son quesos frescos, de coagulación enzimática o de coagulación ácida, hechos artesanalmente para ser consumidos de inmediato, no más allá de una semana cuando comienzan a perder sus propiedades y entran en descomposición. Nacieron aprovechando el ordeño de unos pocos animales para dar de comer a comunidades pequeñas concentradas alrededor del ganado, y así se mantienen hasta hoy donde las facilidades de transporte hacen posible su consumo en los centros urbanos alejados de los campos de ordeño.

Mano a mano

Hubo una época cuando en Venezuela había más ganado que personas, tanto que, como lo dijo Joseph Luis de Cisneros, en 1764, en su obra Descripción exacta de la provincia de Benezuela, si se ordeñaran todas las vacas habría más leche que toda la que hay en España y más. Como funcionario de la Real Compañía Guipuzcoana, de Cisneros recorrió todas las provincias elaborando un completo informe económico, destacando las enormes posibilidades mercantiles que ofrecía tanto en exportación como en importación, y prácticamente no hay región donde no alabe los quesos que allí se producen. Sobre Caracas dice que “el queso del país abunda tanto, que de ordinario venden una arroba de veinticinco libras, por ocho o diez reales; y en ocasiones por menos. Entran a esta ciudad muchas recuas de mulas, cargadas de todos los llanos de esta Provincia, en especial de la Villa de San Carlos, de la ciudad de San Sebastián, y Villa de Calabozo, donde hay hatos tan crecidos, que en un día hacen ocho o diez arrobas de queso”. ¿Si había tanta leche, y tanto queso, porqué tan pocas variedades, comparados con los de los principales países europeos?

Aproximadamente el 60% de la producción de quesos en Venezuela, de vaca, de cabra y de búfala, es artesanal, con no más de diez diferentes tipos de quesos, donde muchas veces el procedimiento es similar, variando sólo la forma de presentación o el nombre de la localidad donde se produce, con todas sus particularidades, sin que sea precisamente expresión de lo que los franceses llaman terroir, siguiendo procedimientos empíricos de fabricación, en condiciones sanitarias no muy satisfactorias, generalmente con leche cruda sin pasteurizar, pero con resultados que no dejan dudas de su calidad y personalidad. La mayoría de ellos, repetimos, son quesos frescos de masa blanda, sin maduración, de consumo rápido. Solo uno de ellos es un queso madurado, de pasta dura, salado.

El único queso blanco madurado venezolano es de origen zuliano, se le conoce como queso de año o también llanero, de cincho o de molde, de pasta dura, salado, de corteza negra, que se consume generalmente rallado sobre diferentes preparaciones como caraotas, plátanos, mandocas, arepas, macarronada, tortas, etc. Sus características odoríferas, como en la mayoría de los quesos madurados, pueden resultar engañosas y muchas veces son una verdadera muralla de contención para su consumo, sobre todo por los olores primarios que pueden ser agresivos y desagradables. Es preciso masticarlos para que se liberen las sustancias olorosas producto de la degradación de la materia grasa y, al final, es por vía retronasal que se aprecian a plenitud.

Preferencias aparte, el queso más representativo de Venezuela es el queso de mano, llamado así porque el moldeo final se hace a mano viva, en caliente, sobre la mesa de trabajo. Es un queso de pasta blanda, blanca, que se trabaja introduciendo la cuajada en suero caliente y se revuelve con dos paletas de madera, moviendo constantemente hasta lograr una masa maleable y elástica, que, una vez tibia al tacto, se puede trabajar con las manos. Se estira cuantas veces sea necesario para formar finas capas que luego son moldeadas unitariamente a mano, hasta obtener el tamaño redondo deseado, que va desde un pequeño diámetro de unos siete centímetros (tipo arepa), hasta el tamaño de un plato mediano de unos veinticinco centímetros, y un grosor no mayor de uno o dos centímetros, que luego se colocan en envases de plástico para su comercialización inmediata. Es un queso cocido, con alto contenido de humedad, rico en aromas primarios de ácido láctico, que conserva un porcentaje de suero que se escurre con el tiempo, cuyo consumo se recomienda no más allá de cuatro días, en condiciones normales de conservación, antes que se torne agrio. Cuando al queso de mano se le da forma de rolo, recibe el nombre de queso cartera. Es un producto típico de los llanos venezolanos, donde lo que abunda es el ganado bovino. Sin embargo, el queso de mano de mayor renombre, es el de Belén, pequeña localidad cercana al lago de Valencia, en el estado Carabobo, así como el quesito de mano de San Carlos, estado Cojedes.

Varios quesos venezolanos siguen el mismo proceso de elaboración que el de mano, con la diferencia de que son moldeados de manera diferente, conservando siempre la misma textura de la pasta, que se caracteriza por ser de finas capas que recuerdan la masa hojaldrada de la repostería fina. De manera genérica se les llama quesos teleados o telitas, que se expenden en envases de aluminio de tamaño rectangular con un peso de un poco más que un kilo. Cuando el queso telita se elabora en el estado Bolívar recibe en nombre de Guayanés, destacando especialmente los de la localidad de Upata. Otro queso del mismo tipo de pasta, fina y hojaldrada, algo más compacta, es el llamado queso crineja o clineja porque se le da forma de trenza de cabello, costumbre muy arraigada en el estado Lara, especialmente en la zona de Carora.

La elaboración de estos quesos adquiere un carácter de espectáculo malabarístico cuando el maestro quesero procede a “paletear” la pasta blanda y caliente del queso, un espectáculo lleno de gestos rápidos, rítmicos, acompasados, que reflejan la disposición del quesero y que, en definitiva, marcarán el carácter final de la preparación, donde junto con la calidad de la leche, la temperatura ambiente y las condiciones de higiene, será la actitud la que le otorgue esa cualidad tan especial que los define y caracteriza.

Menos es más

En la vida hay amores que nunca pueden olvidarse, dice un antiguo bolero de Julio Gutiérrez interpretado por el cantante portorriqueño Tito Rodríguez. Igual cosa ocurre en la cocina, donde uno encuentra sabores que nunca se olvidan. Un buen ejemplo lo tenemos en la impecable conjunción del maíz tierno con la jugosa voluptuosidad de un queso fresco recién cuajado, un sabor que una vez experimentado, permanece en la memoria gustativa de todos los que lo viven. Una propuesta difícil de rehusar a la que corremos el riesgo de caer en adicción. Porque, como decíamos antes, ¿qué sería de la cachapa sin el queso? Aunque la oferta gastronómica incluya otras opciones como pernil de cerdo, jamón, carne mechada, etc., el complemento perfecto de una cachapa fue, es y será siempre, el fruto de la leche recién ordeñada transformada artesanalmente en queso fresco, joven, blanco y suave.

Si la hallaca es expresión del barroquismo culinario gestado en la colonia, donde más de treinta ingredientes confluyen en una sola preparación, la cachapa es hija del vanguardismo con el encuentro de dos componentes primarios, maíz y leche, haciendo realidad, antes de que se gestara en Europa, el concepto modernista de que menos es más. Mucho antes de que el arquitecto Mies Van der Roe propusiera este elemental principio de sencillez y pureza, que revolucionó la arquitectura y el diseño, ya en la cocina venezolana se aplicaba la misma idea con la feliz conjunción del reino animal con el reino vegetal, a partir de dos alimentos milenarios sostenedores de la cultura de sus propios mundos.

El impulso sensorial que transmite una cachapa con queso fresco venezolano, es minimalismo gustativo puro, donde cada componente aporta lo suyo. Hablo, obviamente de una buena cachapa hecha con jojoto tierno y fresco y de queso blanco fresco, especialmente teleado, en su punto, ya que la sola combinación per se no es garantía de éxito si no está elaborada con conciencia y los mejores productos. Se trata sin duda de un hallazgo fortuito donde confluyen la compatibilidad de dos sabores ajenos y opuestos, de texturas encontradas, que aportan un equilibrio gustativo y una relación armónica incuestionable. La única manera de que a alguien no le guste una cachapa con queso fresco es que sea alérgico al maíz o sufra de intolerancia a la lactosa.

Todo gusto es subjetivo, es verdad, pero, en cocina, hay ciertas combinaciones que van mejor que otras, aunque no siempre sepamos por qué ocurre eso al momento de inventarlas. ¿Por qué algunos sabores combinan mejor que otros? Hay una serie de compuestos químicos que contribuyen a la ecuación pero, además de ellos, hay factores de sensaciones y memorias que le dan otra proyección a lo que aparentemente es sencillo y elemental. Por todo el mundo hay ejemplos vivos de maridajes ejemplares partiendo de lo más simple. Por ejemplo, pan con mantequilla, huevos fritos con tocineta, vino de Oporto con queso Stilton, fresas con crema, pasta con salsa de tomate, pescado crudo con salsa de soya, fish&chips, mozarela con tomate, etc. Pienso que la cachapa con queso blanco fresco es una de ellas, una modesta contribución de la cocina popular venezolana a la sinfonía mundial del buen gusto.

La textura de una cachapa es suficientemente consistente para contener otro ingrediente sólido como complemento, pero suave y flexible como para darle cobijo sin arroparlo totalmente y, en este caso, la maleabilidad del queso blanco fresco se ajusta, más que a su forma, a su movimiento, que adquiere una sensualidad provocadora que incita a oler y tocar, a morder con malicia, a hacer de cada bocado un acto placentero, evocador, pleno. El dulce aroma del maíz tierno, con sus notas florales y tonos tostados, se entiende perfectamente con el sabor lácteo, fresco y limpio del queso joven, con su aroma animal y amable suavidad, logrando un equilibro donde los opuestos se complementan, sin disimular ni acentuar nada que no sea su propia esencia. Una combinación afortunada producto del entendimiento, tanto que en el habla popular del venezolano, para describir una estrecha amistad, se la define como de “cachapa y queso de mano”.

Las bondades de la cachapa con queso guayanés las comprobé en mi propia casa en El Hatillo cuando, hace ya unos años, tuve que afrontar el compromiso de atender a un grupo de chefs y periodistas gastronómicos de los Estados Unidos que, por invitación de Chocolates El Rey, visitaron nuestro país recorriendo la ruta del cacao que organizó su presidente, Jorge Redmond. ¿Qué ofrecerles a quienes lo han probado todo o casi todo? Mi propuesta final se tradujo en una tarde de cachapas hechas con maíz tierno molido en casa esa misma mañana, tostadas una a una, sobre la enorme plancha de mi cocina, acompañada con queso guayanés recién llegado de Upata. La cola de los invitados esperando por su cachapa y los pedidos de repetición fueron un elogio a mordiscos, sin necesidad de palabras, de las bondades de nuestra humilde masa de maíz tierno puesta sobre el budare.

En estos tiempos de confusión cuando la cocina venezolana se internacionaliza en la diáspora y el exilio, con millones de compatriotas obligados a emigrar a cualquier lugar del mundo que los quiera recibir, la cachapa puede transformarse, junto con la arepa, en la vanguardia de nuestra gastronomía, además de convertirse en valor de identidad alimentaria contra la aculturación a que se ven sometidos aquellos que viven fuera de nuestra frontera.

Los sabores, como los sentimientos, a veces son difíciles de explicar. Podemos identificar con cierta facilidad un olor; para definir la percepción del gusto tenemos salado, dulce, amargo, ácido y, últimamente, umami; pero cuando llegamos a los sabores la complejidad es mucho más intensa que ese vocabulario, a veces hueco, que encontramos en las etiquetas de los vinos. Junto a las papilas gustativas y los compuestos químicos de los ingredientes, el sabor comprende también sentimientos, costumbres, memoria, que te llevan al origen y a aquella primera vez que experimentaste esa sensación. Eso es la cachapa para un venezolano, una sensación profunda de lo nuestro.

¡Qué bien sabe!
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Si se realizara una encuesta para decidir cuál es el postre que mejor identifica la cocina del azúcar en Venezuela, estoy seguro de que la respuesta ganadora sería unánime: el bienmesabe. Una preparación que con sólo nombrarla incita a su degustación.
Ahora bien, ¿es el bienmesabe una preparación venezolana? Prácticamente no hay país de habla hispana donde no exista un dulce llamado bienmesabe. Si bien todos comparten la misma nomenclatura, lo único común que los une es que todos esos dulces son diferentes. No hay una receta igual a otra por lo que siempre será necesario acompañarlo con el apellido de su procedencia geográfica para poder entender de qué estamos hablando.
Por sus componentes y método de preparación, nuestro bienmesabe tiene origen hispánico que, curiosamente, no tiene relación con el bienmesabe español. El periodista Carlos Delgado, en su Diccionario de Gastronomía, dice que el bienmesabe es un “postre típico español, a base de almíbar, almendra y yemas de huevo”. Otros diccionarios dicen que se trata de un postre de origen andaluz o canario, a partir de almíbar, almendras y yemas de huevo.
Como el nuestro no lleva ni almendras ni almíbar ¿cuál es la relación? El bienmesabe de Cádiz no es ni siquiera dulce, es salado y se hace con cazón macerado en vinagre, aunque hay otro bienmesabe andaluz, el antequerano, que sí es dulce, que podría ser el precursor del nuestro, por algunos de sus componentes y por sus autoras originales. El bienmesabe canario lo ubican como típico de Las Palmas y atribuyen su origen a las tradiciones reposteras del sur de la península ibérica. José H. Chela, en su libro El sabor de las islas, donde trata la gastronomía canaria, da una receta donde las almendras y el almíbar son la base de la preparación, a la que, “si se quiere, antes, se le puede haber echado al bienmesabe unos bizcochos o galletas ralladas”.
La barroca dulcería mexicana se origina en las creaciones conventuales de las religiosas que hicieron del dulce su mejor legado. Su máxima exponente es Sor Juana Inés de la Cruz, a quien se atribuye en libro de recetas del convento de San Jerónimo, al que ingresó 1669, donde dentro de las 39 reseñas se incluye una llamada bienmesabe, cuyos ingredientes son leche, azúcar, arroz, maicena, yemas, agua de azahar y canela, un preparación más cercana al arroz con leche que al bienmesabe nuestro. Más bien parecida al bienmesabe panameño que lleva solo leche, arroz y raspadura (papelón).
Los peruanos, por su parte, tienen diferentes versiones de bienmesabe, al que llaman con tres palabras bien me sabe, bien sea de Lima, de Arequipa o de Lambayeque, dejando claro que se trata de adaptaciones o modificaciones de gusto o de posibilidades disponibles en cada región. Y así, cada país tiene su propias versión de bienmesabe, pero ninguna como la venezolana, que se diferencia por tres razones: bizcochuelo, coco y ron. Es definida en los diccionarios como “manjar frío hecho de rebanadas de bizcochuelo bañadas en un almíbar a base de azúcar, huevos y leche de coco”, al que Mariano Picón Salas llamaba “príncipe aún vigente de la dulcería criolla”.
Todo parece indicar que el origen de nuestro bienmesabe hay que buscarlo en la ciudad de Antequera, en Málaga, en un postre que nació en 1635 en el Convento de Clausura de Belén de las Monjas Clarisas, donde dentro de las variantes en su elaboración, los ingredientes son azúcar, almendras, huevos, almíbar de cidra, bizcochos de plantilla y canela molida. Éstas y otras ideas de cocina tienen que haber traído las religiosas que dieciséis años después fundaron el Monasterio de Santa Clara de Mérida, en 1651, que funcionó hasta 1874, y que se constituyó en la principal fuente de enseñanza y elaboración de preparaciones saladas y dulces que dieron fama y prestigio a la gastronomía andina. En su evolución, el bienmesabe original conservó los bizcochos de plantilla en la forma de masa de bizcochuelo, ante la ausencia o alto costo de las almendras, simplemente se eliminaron, y se hizo local con el empleo de la leche de coco que le otorga ese sabor tan especial que lo caracteriza, y, en una muestra de audacia, se le incorporó el ron en reemplazo del vino de Málaga. Con certeza podemos afirmar que el bienmesabe es el más antiguo postre colonial cuya vigencia se mantiene hasta el día de hoy y todo indica que así será por muchos años más.
Los primeros bienmesabe deben haberse preparado con bizcocho, como se hacía en España, alimento que marcó por siglos la dieta de marineros y soldados y los primeros intentos de repostería casera partiendo de la harina de trigo que, en los Andes, se hizo ingrediente habitual. Esta masa dura se acostumbraba empaparla en almíbar o vino generoso, para darle sedosidad. Con el avance de la bollería se transformó en bizcochuelo, preparado con los mismos ingredientes pero con resultados diferentes, de masa suave y esponjosa, que se come sola o a la que se le agregan otros componentes dulces. Para que no quede duda de su origen, al bizcochuelo en Italia lo llaman pan de España. Las almendras, un fruto seco, fue reemplazada por otro fruto seco, el coco, abundante y popular, de sabor marcado, intenso, siempre exótico. La transición del alcohol ligado a la masa del bizcochuelo, pasó de los vinos dulces al brandy, de ahí al coñac, para quedar finalmente en el imbatible ron venezolano, reforzando su carácter identitario.
Para Ramón David León, el bienmesabe hacía las delicias de la aristocracia criolla. En toda comida de etiqueta de la época colonial, el punto final lo marcaba el ineludible bienmesabe: “Es confección culinaria absolutamente mantuana. Si para ella aportaron los Conquistadores la leche y los huevos… los indígenas proporcionaron el papelón y el coco… Como numerosas cosas venezolanas el ‘bienmesabe’, aunque aristocrático, es mestizo, y por eso, precisamente, es tan criollo”. Esta opinión es compartida también por Graciela Schael Martínez, quien al dar su receta en el libro La cocina de Casilda. Dulces y bocadillos de la Venezuela de ayer, aclara que: “Este riquísimo postre, delicioso presente de la etapa colonial, vive no sólo en el recuerdo de todos, sino que felizmente hoy como antaño constituye el insustituible complemento de un menú típicamente criollo. Con su ‘sabor a gloria’, el bienmesabe conserva su cetro como el más delicioso príncipe entre los dulces nacionales”.
¿Es realmente tan sabroso el bienmesabe venezolano? Pienso que sí. Desde su creación hasta las modificaciones que luce en la actualidad, combina texturas, sabores y aromas que, en conjunto, dan forma y contenido a un postre completo, diferente, de grata recordación y, sobre todo, que invita a saborear siempre un poco más, lo que le garantiza una prolongada permanencia entre las preferencias de los comensales, sean o no aficionados al dulce. La textura del bizcochuelo es vital para una estructura suave y esponjosa, pero suficientemente firme como para soportar otros ingredientes de relleno, y eso depende de la correcta combinación de harina, huevo, azúcar y mantequilla o materia grasa, donde siempre es necesario más azúcar y grasa que harina. La cobertura de las claras de huevo batidas con azúcar a punto de merengue, frágil y espumosa, espolvoreada con canela, no es sólo capricho decorativo, sino que le agrega un toque de suave finura con un componente aromático intenso que luego contrasta con el coco que marca el contenido interior. La sedosidad que le otorga a la masa la leche de coco en el bizcochuelo, realza la preparación y se convierte en el ingrediente principal, proporcionando una carga emocional, sugerente, evocadora, lúdica. El haber superado los vinos generosos de Málaga para complementar el seco bizcocho original, yendo más allá del brandy o del coñac, suplantándolos con el ron de Venezuela, es la nota final que completa esta verdadera sinfonía de dulzura y placer. Una preparación nuestra que, como pocas en el mundo, le hace honor a su nombre: bienmesabe.
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