Permiso para pecar

La etiqueta del vino

En el vino, las denominaciones de origen en la etiqueta son muy buenas. Y a la vez, no lo son

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Caminar entre cientos, miles de botellas sin denominación de origen es igual que conducir hacia la felicidad sin brújula, por autopistas y caminos sin carteles indicadores, sin flechas y señales que le digan dónde está; si va bien o a dónde ha llegado.
Estas denominaciones fueron inventadas para proteger al productor y para ayudar al consumidor, para asegurarle que está comprando lo que desea. Esto es, que con independencia del nombre comercial, la botella con alguna de las siglas de denominación de origen controlada (DOC), protegida (DOP), controlada y garantizada (DOCG) o en su versión francesa más famosa, appellation d’origine contrôlée (AOC), proclama tres garantías:
1. Que se ha producido en un área geográfica específica con uvas autóctonas.
2. Que el proceso de elaboración y envejecimiento corresponde también al de esa zona.
3. Y que el vino se hizo según el modo tradicional de la identidad geográfica, siguiendo una serie de normas claramente definidas.
La primera denominación de origen del vino fue la del vino de Oporto en 1756. La de Burdeos en 1858, país donde en 1925 el Roquefort se convirtió en el primer queso en obtener una etiqueta de AOC.
“¡Qué maravilla! Eso es lo que uno como comprador quiere”, dice usted. Y entonces –agárrese–, más tarde que temprano, descubre la otra cara de la luna.
La sopa de letras de las siglas sirve y no sirve. No todos los caminos conducen a Roma. Buscando un monumento, en lugar del Vaticano puede terminar frente a la Torre Eiffel.
Pasa eso porque si bien las DO sirven mucho, a veces son también un corsé. Impiden movimientos naturales, no acompañan los cambios del gusto moderno. Dan una falsa sensación de figura esbelta.
El Nuevo Mundo en vinos (Estados Unidos, Australia, Nueva Zelanda, Sudáfrica, China, Chile, Argentina) considera que las leyes que rigen sobre denominaciones de origen en la Unión Europea no son ley para ellos. Por eso, se copian de nombres, estilos, botellas y etiquetas.
El resultado es la banalización y el engaño de la globalidad. La uniformización del gusto, el empobrecimiento de la diversidad y la equiparación por abajo.
¿Qué necesita el consumidor en la etiqueta? Denominación de origen que garantice la autenticidad. Vino verdadero, sin fundamentalismos como esos que reparten en las etiquetas, nombres con promesas de paraíso, como San Pedro adjudicando cupos en el cielo: “natural, bio, ecológico”. Como recordara Raymond Piccot recientemente: “Sin la mano del hombre, el destino final del vino no es ser vino. Es convertirse en vinagre”.

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